Él sale de la piscina. Se agita para secarse. Frente a él una pared de cemento gris. La observa. Algo le llama la atención en ella. Justo a la misma altura de la escalerilla de la piscina, hay otra en la pared que parece continuarla. Vuelve a agitarse para deshacerse de los restos de humedad en su cuerpo. Al pie de la escalera, mira a un lado y a otro, mira arriba. Y empieza a ascenderla. Sin motivo aparente. Tiene que hacerlo. En un momento dado de la ascensión, recuerda que tiene vértigo. Pero hay algo más poderoso que le incita a continuar. Llegado a cierto punto, a la altura de un tercer piso aproximadamente, se detiene sin motivo aparente. Sólo sabe que tiene que hacerlo. Mira hacia abajo. Allí sigue la piscina, apenas levemente agitada, como si el agua aún recordara a su reciente bañista. Mira al frente. La ciudad se extiende en perfecta armonía, casi erótica en su extenuante concatenación de líneas rectas. Granito, luz, asfalto. Poesía e infierno. Lo seduce y lo arrastra. Se agarra fuerte. Vuelve a mirar abajo. Y advierte a alguien que empieza a subir por la estrecha escalera.
Ella asciende con paso seguro, confiada. Poco a poco se acerca y él, con precaución, se hace un lado en el estrecho escalón, porque de algún modo, sabe con absoluta certeza que ella se detendrá junto a él. Ella llega a su altura y, efectivamente, se detiene. Apenas caben sus cuatro pies en el escalón. Los de él se balancean, inquietos. Los de ella están firmemente anclados en la diminuta barra de metal. Ella lo mira, media sonrisa, plena sabiduría en sus ojos, recorridos por un brillo sereno. Él advierte en su mirada retales de los sentimientos que alguna vez despertó en todos los seres con los que se había cruzado. No sabe muy bien el porqué, pero esa mirada le hace olvidar el vértigo y la inquietud que siente, allí, a 25 metros de altura, en esa delicada escalerilla. Suspira aliviado, y vuelve la vista hacia la pared.
Sorprendido, comprueba que donde antes había cemento gris, ahora hay una ventana abierta, con una cortina semitranslúcida, que se agita suavemente. Tras ella, se adivina una luz cálida, algunas sombras. Leves murmullos, tal vez. Se vuelve otra vez para mirarla y le hace un gesto con la barbilla. Ladea la cabeza en dirección a la ventana como diciéndole:
- ¿ Entramos ? -.
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