Tengo que recordar en algún momento cómo ocurrió. La verdad es que todavía un montón de sombras se ciernen sobre mi memoria como si quisiera esconder verdades a medias, mentiras no dichas o, simplemente tapar grietas por las que la razón no pueda pasar.
Creo recordar que era una mañana de primavera, lluviosa. Al despertar, escuché las gotas de lluvia deslizándose por las tuberías, repiqueteando contra los cristales, muriendo en el asfalto de la ciudad gris. Apenas una tenue luz se filtraba por el gran ventanal de cristales ahumados.
Mientras mis ojos se hacían al apagado día, me puse a observar a mi alrededor como buscando claves en los objetos que me rodeaban para explicar la derrota. Sobre la mesita de noche, de estilo japonés, reposaban libros desordenados que apenas había ojeado últimamente, un cenicero repleto, el transistor chino y, presidiéndola, aquella pintura con la silueta de una mujer de perfil, que bien podría ser una bailarina, que nos regaló tu amiga, la francesa, de cuyo nombre no logro acordarme.
Enfrente, el mueble negro, como solíamos llamarlo, o sea una simple estantería de fabricación nórdica repleta hasta los bordes, al borde del derrumbe, de libros acompañados de extraños y diversos objetos, la mayoría de ellos recuerdos de viajes o regalos más o menos afortunados: una figura que representa a un Dios de la fertilidad, muñecos de personajes de películas, aquella cámara de fotos de principios del siglo pasado que compraste en una tienda entrañable de Toulouse, el juego de muñecas rusas que te había traído un viejo amigo de San Petersburgo, álbumes de fotos repletos de momentos compartidos... y, a un lado, observando la habitación con solemnidad, parapetada en su rincón, aquella muñeca de porcelana vestida de época a la que tuvimos que amputar una pierna, ¿recuerdas?... Me extrañó tanto, en ese momento, que no te llevaras nada de todo aquello, pero ahora puedo imaginar que no estabas para simbologías...
Reparé entonces en la inmensidad del vacío de tu lado de la cama y observé el retrato de David Bowie que presidía tu mesita. Recordé que nos lo había regalado un amigo de cuyo nombre estaba seguro, puesto que era como el mío, y creí ver en la mirada bicolor del artista un destello de melancolía al percibir tu ausencia.
Es entonces cuando pensé en todo aquello que había estado preparando para decirte la noche anterior y no me atreví a hacerlo aquella mañana. Cuando te despediste, con semblante sereno, esbocé un murmullo entrecortado que quería ser de protesta y apenas pareció de queja. Y, cuando quise reaccionar, ya te habías marchado, dejando tras de ti una nada dolorosa. El radio-reloj se había disparado y una voz femenina relataba las noticias del día con asepsia profesional.
La voz de la radio se convirtió en un murmullo lejano mientras me adentraba en mis pensamientos, convirtiéndose, como la música de ascensor o el rumor de las olas, en un simple paisaje sonoro sobre el que se mecían mis inquietudes, desbocadas por el peso de mi silencio.
Querría haberte dicho que nos habíamos equivocado, que aquellas cuatro paredes no estaban hechas para nosotros, que en el mundo había lugares en los que poder disfrutar en libertad del placer de observar la línea del horizonte; lugares a los que viajar, lugares en los que quedarse, lugares donde uno es consciente del peso del alma, del latir de los corazones, del vendaval de la euforia de vivir.
Quise haberte dicho que en esos lugares nos esperaban magos de ensueño y hadas perfectas que nos recetarían curas para todos nuestros males; que en esos países había altares en los que hubiéramos podido hacer ofrendas a dioses que conocen los destinos de nuestra voluntad.
Y decirte, también, bajito y al oído, que algún día escribiría aventuras de las que fuéramos protagonistas, en minas de oro de tierras distantes donde las gentes tienen una sonrisa distinta para cada momento del día y diez millones de formas de nombrar la felicidad.
Quería decirte, todo esto, sí, antes del otoño, antes de que nos duela estar en nuestra piel, antes de que el sabor del limón ya no nos parezca amargo, pero apenas he esbozado una queja que quería ser protesta.
Desde la puerta, que has cerrado por última vez, me llegaba el efluvio de tu última presencia. Aspiré fuerte tu aroma, se me escapó un suspiro. Ahora que no estás, el mueble negro se va a derrumbar definitivamente y la vida se me va a hacer grande. Quería decírtelo, pero ahora es tarde. O no.
Creo recordar que era una mañana de primavera, lluviosa. Al despertar, escuché las gotas de lluvia deslizándose por las tuberías, repiqueteando contra los cristales, muriendo en el asfalto de la ciudad gris. Apenas una tenue luz se filtraba por el gran ventanal de cristales ahumados.
Mientras mis ojos se hacían al apagado día, me puse a observar a mi alrededor como buscando claves en los objetos que me rodeaban para explicar la derrota. Sobre la mesita de noche, de estilo japonés, reposaban libros desordenados que apenas había ojeado últimamente, un cenicero repleto, el transistor chino y, presidiéndola, aquella pintura con la silueta de una mujer de perfil, que bien podría ser una bailarina, que nos regaló tu amiga, la francesa, de cuyo nombre no logro acordarme.
Enfrente, el mueble negro, como solíamos llamarlo, o sea una simple estantería de fabricación nórdica repleta hasta los bordes, al borde del derrumbe, de libros acompañados de extraños y diversos objetos, la mayoría de ellos recuerdos de viajes o regalos más o menos afortunados: una figura que representa a un Dios de la fertilidad, muñecos de personajes de películas, aquella cámara de fotos de principios del siglo pasado que compraste en una tienda entrañable de Toulouse, el juego de muñecas rusas que te había traído un viejo amigo de San Petersburgo, álbumes de fotos repletos de momentos compartidos... y, a un lado, observando la habitación con solemnidad, parapetada en su rincón, aquella muñeca de porcelana vestida de época a la que tuvimos que amputar una pierna, ¿recuerdas?... Me extrañó tanto, en ese momento, que no te llevaras nada de todo aquello, pero ahora puedo imaginar que no estabas para simbologías...
Reparé entonces en la inmensidad del vacío de tu lado de la cama y observé el retrato de David Bowie que presidía tu mesita. Recordé que nos lo había regalado un amigo de cuyo nombre estaba seguro, puesto que era como el mío, y creí ver en la mirada bicolor del artista un destello de melancolía al percibir tu ausencia.
Es entonces cuando pensé en todo aquello que había estado preparando para decirte la noche anterior y no me atreví a hacerlo aquella mañana. Cuando te despediste, con semblante sereno, esbocé un murmullo entrecortado que quería ser de protesta y apenas pareció de queja. Y, cuando quise reaccionar, ya te habías marchado, dejando tras de ti una nada dolorosa. El radio-reloj se había disparado y una voz femenina relataba las noticias del día con asepsia profesional.
La voz de la radio se convirtió en un murmullo lejano mientras me adentraba en mis pensamientos, convirtiéndose, como la música de ascensor o el rumor de las olas, en un simple paisaje sonoro sobre el que se mecían mis inquietudes, desbocadas por el peso de mi silencio.
Querría haberte dicho que nos habíamos equivocado, que aquellas cuatro paredes no estaban hechas para nosotros, que en el mundo había lugares en los que poder disfrutar en libertad del placer de observar la línea del horizonte; lugares a los que viajar, lugares en los que quedarse, lugares donde uno es consciente del peso del alma, del latir de los corazones, del vendaval de la euforia de vivir.
Quise haberte dicho que en esos lugares nos esperaban magos de ensueño y hadas perfectas que nos recetarían curas para todos nuestros males; que en esos países había altares en los que hubiéramos podido hacer ofrendas a dioses que conocen los destinos de nuestra voluntad.
Y decirte, también, bajito y al oído, que algún día escribiría aventuras de las que fuéramos protagonistas, en minas de oro de tierras distantes donde las gentes tienen una sonrisa distinta para cada momento del día y diez millones de formas de nombrar la felicidad.
Quería decirte, todo esto, sí, antes del otoño, antes de que nos duela estar en nuestra piel, antes de que el sabor del limón ya no nos parezca amargo, pero apenas he esbozado una queja que quería ser protesta.
Desde la puerta, que has cerrado por última vez, me llegaba el efluvio de tu última presencia. Aspiré fuerte tu aroma, se me escapó un suspiro. Ahora que no estás, el mueble negro se va a derrumbar definitivamente y la vida se me va a hacer grande. Quería decírtelo, pero ahora es tarde. O no.
1 comentario:
Después de poder leer el orden de tus pensamientos, el orden en esa habitación, el orden que precede a la manera en la que tu vida se te hace grande y al mismo tiempo se desmorona el sonido y el aroma de tu entorno, pienso en las palabras que concluyen tu relato.
Creo que nunca es tarde para decir lo que es importante, es más, creo que das la herramienta necesaria para poder mirar el futuro desde una perspectiva mas honda, con mas posibilidades, nunca es tarde si lo que tienes que expresar es importante, y con ese suspiro ya lo has dicho todo...
Espero la segunda parte de ese ejercicio...
Gracias por tus palabras
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